No hace mucho, mi madre recordaba en voz alta, como en tantas otras ocasiones, una de mis «payasadas» de cuando mi forma de hablar recordaba a la de esas tribus de las películas de Tarzán.
Ésta, en concreto, la realizaba apoyándome en una silla con ambas manos y levantando una pierna del suelo. Y este era el fin del magnífico equilibrio. Toda esta escena, más propia de una Garza que de un niño de poco más de un año, era recordada por mi madre como si en esos momentos me fuera la vida.
Yo, como casi todos mis coetáneos, suelo recriminar a mi madre cuando, en mi presencia, hace partícipe al resto de los presentes de anécdotas similares que me dejan en entredicho. Y lo hacía, y es este el tiempo verbal que quiero reflejar aquí, por el simple hecho de que no la entendía. Efectivamente, no sabía mirar más allá de la pirueta en la silla.
No hace mucho, y me repito como al principio ya que, aunque no es una medida de tiempo muy perfecta es bastante orientativa, intentábamos enseñar, mi mujer y yo, a mi hijo a dar besitos. Nada más simple y a la vez más costoso. Poco a poco conseguimos que pusiera la cara cuando le decíamos insistentemente, obviamente, que le íbamos a dar un beso y en ese preciso momento, a una velocidad cercana a la de la luz, nos lanzábamos a por él.
Cierto día, martes noche para ser más exacto, después de haberle dado el biberón de la cena y esperando los tres en el sofá la visita anunciada de un doctor de apariencia estrafalaria, con la tez barbada y con un carácter un tanto tosco, se me acercó mi hijo y sin previo aviso me sujetó la cabeza y me soltó un beso por el que pagarían los del séptimo arte.
Al día siguiente, después de haber secado hasta la última lágrima de mi rostro, me descubrí contándole la anécdota a un compañero de trabajo, con tanto énfasis que en vez de un beso parecía que estaba narrando el descubrimiento del telégrafo.
Cuando volvía a mi puesto de trabajo, una de mis neuronas debió crear un camino alternativo hacía uno de mis recuerdos y entonces y sólo entonces entendí a mi madre.
Las pequeñas hazañas son grandes, si esos grandes hombres que aparecen en ellas, son nuestros pequeños.
El capitán de su calle